James Thompson formaba parte, por linaje, de la aristocracia británica, con todas sus costumbres y normas de comportamiento, y aunque en la actualidad residía en la misma City seguía disfrutando los fines de semana de la majestuosa mansión que su familia tenia, desde hacía más de dos siglos, en la campiña inglesa. Era casi obligado, al menos una vez al mes, reunirse allí con el círculo de amistades más próximas (e interesadas) para hablar de los temas más variopintos, celebrar banquetes y, por supuesto, hacer negocios. Fue durante una de esas largas y pesadas reuniones en Bolton Hill, cuando el apuesto James decidió que ya llevaba demasiado tiempo aguantando todo ese protocolo. A sus treinta años recién cumplidos, estaba acostumbrado a moverse en un ambiente mucho más dinámico, pues era agente de bolsa y eso le permitía un nivel de vida alto, sin por ello perderse las fiestas de la jet set en los locales más de moda de la gran Londres.
Decidió ausentarse durante unos instantes de ese círculo de personas, muchas de las cuales ni tan siquiera conocía personalmente, para dar una vuelta por los jardines de la parte trasera de la casa y así relajarse un rato. Y durante ese paseo se fijó en una hermosa dama que parecía igual de abstraída de la reunión, paseando sin un rumbo muy preciso. Se acercó a ella y le dijo sin más:
– ¿Harta de tanta finura?
– Perdone… –dijo ella, muy sorprendida por aquella pregunta–.
– Permítame que me presente, me llamo James. Llevaba un buen rato ahí dentro –se giró levemente para señalar con el brazo hacia la casa–, y necesitaba aire fresco. Ese ambiente tan cerrado me estaba cansando.
– Vaya, pues me alegro que haya salido. Me llamo Emily.
Si alguien les estuviese observando, podría pensar fácilmente que era imposible que aquella pareja fuera a pasar de aquella primera salutación, y es que parecían muy distintos el uno del otro. Él vestía a la última en moda italiana, con un traje de chaqueta azul marino, camisa clara y pantalones azul marino a rayas blancas en contraposición a la sencillez de la chica, mucho más urbana con calzado deportivo, tejanos, una camiseta estampada y una chaqueta tejana. Pero pronto descubrirían que había algo que les unía. Pasados unos instantes de charla cordial, dejaron los formalismos del principio en favor de un trato mucho más directo. Entonces James le propuso de salir a dar una vuelta en coche, conocía un sitio muy tranquilo allí cerca, uno de esos lugares que merecen una visita al menos una vez y, a ser posible, en buena compañía.
Cruzaron los jardines cogidos de la mano hasta llegar a la parte delantera de la casa, justo donde aparcaban las visitas. Allí, entre un par de Rolls-Royce y unos cuantos Mercedes Clase S de última hornada estaba su coche. James sacó la llave para abrir la puerta del acompañante y acomodar a la chica cuando ella, sorprendida, soltó:
– ¿Tienes un E-Type?
– Si –afirmó él, un tanto sorprendido por la ilusión mostrada en la pregunta–.
– La verdad es que vestido así, pensaba que el tuyo sería otro –fijándose en un 458 Spider aparcado un poco más lejos–. Me encanta este coche, mi padre tenía uno en verde, pero ese gris le queda genial. ¿Es de la primera serie o de la segunda?
– Vaya, parece que entiendes un poco del tema.
– Sí, como te decía, mi padre tenía uno. Además, tenemos una tienda de clásicos y estamos especializados en Jaguar –aprovechó y dio una vuelta alrededor del coche, observando los detalles, buscando información–. Por los faros, veo que es de la segunda serie.
– De 1970 para ser exactos, y desde entonces que no se ha movido de la familia. Hace cinco años le hice una restauración, ya que el viejo motor 4.2 llevaba muchas millas a cuestas, y ahora que ya tiene 45 años funciona como nuevo.
Ambos se encontraban tan entusiasmados hablando del coche, que casi se olvidaron del motivo que les llevó hasta allí. Había desaparecido por completo ese aburrimiento producido por las reuniones de la alta sociedad, ahora todo tenía mucho más sentido para ellos. Llevaban casi diez minutos comentando los detalles mecánicos sobre el deportivo, cuando decidieron ir a dar esa vuelta que tanto necesitaban al principio. James cogió de la mano a Emily para acomodarla en el lujoso interior de cuero rojo, cerró la portezuela y se puso al volante, giró la llave de contacto y el poderoso motor de 6 cilindros en línea y 4.2 litros empezó a sonar con fuerza.
Salió a la estrecha carretera cercana a la mansión, guiando con destreza el largo capó entre la densa vegetación a los lados del asfalto, hasta llegar a una carretera más ancha pero poco transitada. La visita a ese lugar tan fantástico podía esperar, quizás en otro instante irían, pero ahora era momento de disfrutar juntos de esa joya mecánica. Acababan de conocerse apenas hacía una hora, cuando sin más, ofreció a la chica ponerse al volante.
– Puedo, ¿de veras? –preguntó ella, un poco atónita–. Me encantaría, la verdad es que mi padre vendió el suyo cuando yo tenía 14 años, y no llegué a conducirlo nunca.
– Por supuesto –aparcó ante la ancha entrada de una de las muchas mansiones que había en la zona, bajó y abrió la puerta para ayudar a su compañera a salir del coche y hacer el cambio de asiento–.
Emily se mostraba un poco nerviosa por disponer de tal ocasión, después de doce años de haberse despedido del coche de su padre, ahora se encontraba ante un volante de madera que imponía respeto, pero se sentía bien por todo lo que acababa de vivir. En poco más de sesenta minutos pasó de estar aburrida contemplando un jardín, a tener la oportunidad de conducir su coche soñado, y además lo hacía con el mejor acompañante posible.
Cuando regresaron a Bolton Hill, sus vidas ya habían cambiado por completo, nunca jamás volverían a sentirse fuera de sitio en esas reuniones, porque ahora se tenían el uno al otro, y había algo que les unía, uno de los coches más bellos que se hayan construido nunca: el Jaguar E-Type.
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